Ayer se aprobó en el Congreso de los diputados, por un voto de diferencia, la Ley «Celaá», por nombre oficial LOMLOE, un cacofónico acrónimo que en sí mismo delata lo que podemos esperar de ella: más de lo mismo y mucho peor.

 

JM. Seytre

Una ley para cuya aprobación se ha recurrido a una suerte de procedimiento «exprés» que ha hurtado el trámite de comparecencias que había sido habitual hasta ayer y, con él, la posibilidad de que alguien dijera algo sensato e introdujera elementos para un verdadero debate educativo. En lugar de esto, y acaso al pairo del reciente fallo del Tribunal Constitucional sobre las devoluciones «en caliente», se ha optado por una aprobación «en caliente» de la ley. No debían sentirse muy seguros si no se fiaban ni de sus sicofantes de siempre.

Lo tenían muy difícil para empeorar aún más la educación. Tal como están las cosas, era una tarea casi al filo de lo imposible y han tenido que emplearse a fondo en el empeño, pero lo han conseguido. Ha contribuido sin duda a ello que les cayera en suerte poder contar con la persona idónea para tan ímproba tarea: Isabel Celaá, de quien hoy en día ya se puede proclamar abiertamente y sin discusión que es la ministra de educación más nefasta de la historia de España.

Lo tenían muy difícil para empeorar aún más la educación. Tal como están las cosas, era una tarea casi al filo de lo imposible

Entre sus hazañas hay dos que la hacen especialmente acreedora a tal distinción. Ha conseguido con su ley empeorar no solo a su predecesora, la LOMCE, sino también la LOGSE, la madre de todas las leyes educativas españolas,  que vuelve ahora reforzada por sus desafueros, traspasando incluso límites que ni siquiera los infaustos Maravall, Solana y Rubalcaba se atrevieron a cruzar. En otro orden de cosas, tampoco es desdeñable que haya conseguido lavar la pésima imagen que dejó su predecesor en el cargo, el inefable Wert, cuyas actitudes chulescas y frecuentes salidas de tono se nos antojan ahora casi entrañables, en comparación con su monótono sonsonete. Otros vendrán que bueno me harán, reza el viejo refrán…

Y es que debate, lo que es debate educativo de verdad, no lo ha habido. Porque no lo son las controversias broncas y ásperas de siempre, propias del postureo y de cara a la galería. Hace muchos años que en España el debate educativo se ha substituido por el paraeducativo, con un campo de liza tácitamente acordado como un espectáculo mediático en el cual, como en un cuadrilátero pugilístico, las partes en pugna se arrojan sus respectivos tópicos para goce de sus acólitos. Unos tópicos de los que hacen uso y abuso ad nauseam.

Se trata de cuatro bandos constituidos por dos pares de contrarios, según su filiación al caso. En ambos extremos de una de las diagonales del cuadrilátero, tenemos a la derecha y a la izquierda sacando sus respectivos tarros de las esencias; en la otra, al nacionalismo centrípeto y a los nacionalismos centrífugos –con el aderezo de taifas de toda laya, aleatoriamente alienados-, entregados a sus no menos esencialistas tarros. Si la cosa va de derecha e izquierda, los temas estrella son la materia de Religión y la pública y la privada concertada. Si va de nacionalismos y de identitarismos, la lengua y, cómo no, las competencias que han de permitir ahondar en sus respectivas redes clientelares.

Temas de controversia todos ellos sin duda de gran trascendencia, pero en definitiva paraeducativos, o subsidiarios de un modelo educativo previo que no existe y sin el cual estos debates son mera bazofia ideológica para consumo de ignaros. Aunque, eso sí, ideales para el postureo y para eludir el verdadero debate, que no parece interesar a nadie. Y en todo esto es en lo que ha abundado, más que ninguna otra ley anterior, el engendro de ley que ayer nos brindó la señora Celaá.

No parece preocupar en cambio si, en cualesquiera de las lenguas que fueren, nuestros alumnos están aprendiendo matemáticas correctamente y con un mínimo de rigor

No parece preocupar en cambio si, en cualesquiera de las lenguas que fueren, nuestros alumnos están aprendiendo matemáticas correctamente y con un mínimo de rigor –un lenguaje al fin y al cabo universal, el de las matemáticas, para horror de algunos-, o si, más allá de la impartición o no de una religión confesional, se les está formando para que sepan entender conceptual y críticamente el fenómeno religioso; si hay que educar en una cultura del esfuerzo, o si estamos proscribiendo la transmisión de conocimiento de los centros educativos, convirtiéndolos en centros lúdicos o asistenciales, según el caso.

Dice la señora Celaá que hay que imbuir a nuestros alumnos de pensamiento crítico; ignoramos si sabe con qué materiales se construye. Todo indica que no, o que, a lo sumo, no es precisamente de pensamiento crítico de lo que les quiere imbuir, sino más bien atiborrarlos con el mejunje ideológico que desde su  laboratorio de ingeniería social se ha decidido que deberán vivir. El abandono de la filosofía, la ética o las humanidades, por un lado, y la progresiva trivialización de la ciencia, metamorfoseada, en el mejor de los casos, en el mero competencialismo instrumental del saber «como», ni siquiera el «cómo», son una auténtica prueba de cargo en su desfavor.

Y en este debate paraeducativo se dan paradojas que, de no ser por la gravedad del tema, hasta podrían considerarse pintorescamente graciosas, proviniendo de un gobierno que se dice de progreso y de izquierdas. Sorprende, por ejemplo, el «decreto» de proximidad que subsume la propia ley, imponiendo en la práctica la matriculación en el centro más próximo, condenando a permanecer de por vida en el gueto que la señora Celaá ha dispuesto para los más desfavorecidos. Porque, desengañémonos, hay centros que son auténticos guetos, es un secreto a voces.

Y lo son porque se ha decidido que lo sean. Los tiempos que en barrios marginales se disponía de institutos punteros han pasado a la historia desde que la LOGSE hizo el trabajo para el que fue pergeñada. O la LEC catalana, cuyo presidente de la Generalitat por entonces, el ínclito Pepe Montilla, se había sacado el bachillerato nocturno en un instituto de barrio, compaginando sus estudios con el trabajo diurno de operario. Lo primero que hizo su govern fue suprimir los estudios nocturnos en Cataluña, dejándolos en residuales. Y citamos a Montilla porque Celáa es su émula: está rematando la faena, en este caso en toda España. Felipe II prohibió a los españoles estudiar en universidades extranjeras. El porqué de esta medida es evidente. Celaá está haciendo lo mismo a escala microlocal con su «decreto» de proximidad.

Definitivamente, vivimos tiempos de un clientelismo ramplón sin precedentes, solo acaso comparables al tristemente célebre «¡Vivan las caenas!» (sic)

Y sume en la más absoluta de las perplejidades que precisamente aquellos cuyo proyecto empresarial y social sale reforzado con esta medida, sean precisamente los únicos que se han atrevido a alzar su voz en contra: los lobbies de la concertada. De los afectados directamente no hay noticia. Definitivamente, vivimos tiempos de un clientelismo ramplón sin precedentes, solo acaso comparables al tristemente célebre «¡Vivan las caenas!» (sic).

Mientras tanto, pese a los maquillajes forzados, a los eufemismos y a los aprobados por asterisco, por aclamación o por las presiones de dirección o de inspección –prácticas todas ellas habituales en la cotidianidad educativa-, los índices de fracaso y abandono escolar en España siguen destacando muy por encima de la media de la OCDE y de los países en principio homologables al nuestro en otros indicadores. Ahí sí que la ley Celaá se moja tomando claramente partido, o como decía el poeta, partido hasta mancharse. Para acabar con esta lacra opta con inusitada bizarría por la solución final educativa: se podrá promocionar de curso con asignaturas suspendidas y obtener igualmente el título de la ESO o de Bachillerato. También, aunque con las anteriores medidas ya no hacía falta, se restringe la posibilidad legal de repetición de curso.

Las estadísticas quedarán sin duda muy al gusto de los expertos educativos. Bien es verdad que la realidad seguirá ahí y que, ya puestos, también podrían haber decidido regalar los títulos sin más. Pero en un mundo de apariencias como el nuestro, hay que guardar las formas. Mejor, pues, barrer la porquería hacia debajo de la alfombra, así no se verá, al menos de momento. Que en la escuela se aprenda de veras o no, eso es reaccionario o, en cualquier caso, un lujo solo al alcance de privilegiados. No fueran los pobres a aprender demasiado y percibieran la mediocridad de los que les mandan. Así que viento en popa y a toda vela. La desfachatez como sistema.

Ahora podrá separarse de la docencia a aquellos funcionarios que, simplemente, no comulguen con las ruedas de molino que son las supercherías pedagógicas que les estarán imponiendo

Una desfachatez que, a diferencia de las medidas verdaderamente educativas que simplemente se elude adoptar, sí se acomete, en cambio, en aras a su perpetuación como sistema. La progresiva desfuncionarización del profesorado, en lo de independiente que tiene tal condición con respecto al poder, avanza firmemente y sin tregua. Ahora podrá separarse de la docencia a aquellos funcionarios que, simplemente, no comulguen con las ruedas de molino que son las supercherías pedagógicas que les estarán imponiendo.

Es verdad que con esto se vuelve administrativamente al caciquismo decimonónico expresado en la figura del funcionario cesante, inmortalizada literariamente por Pérez Galdós. Pero no hay que preocuparse; se adereza con un par de ribetes de modernidad que disimulen la caspa y, total, como no hay literatura, ya nadie lo leerá ni se acordará de él. Una vez más, Celaá mira a Cataluña, cuya ley de educación está camino de convertir el cuerpo docente en una tropa clientelar domeñada por un hatajo de advenedizos convertidos en «masoveros». Y ya se sabe, el que se mueve no sale en la foto. Y lo echarán de ella los nuevos inspectores de educación nombrados a dedo, no por su capacidad, sino por su fidelidad a los principios fundamentales de cualquiera que sea el régimen. Una medida necesaria, la del cargo de inspector como una sinecura –digámoslo por su nombre-, ineludible para la feliz consolidación del modelo clientelar: hay que asegurar la lealtad de los oficiales que mandan a la tropa.

Habrá que ver cómo se resuelven estos dos últimos aspectos en el trámite de su aprobación por el Senado, pero los indicios no son precisamente esperanzadores.

Como no podía ser de otra manera, nada de lo dicho refiere a cuestiones académicas o profesionales ni por asomo. Lo que menos importa aquí es si un profesor es bueno o malo como docente, o si domina su especialidad o no. Esta es otra de las cosas que va camino de desaparecer: las especialidades que se constituían en materias o asignaturas. Ahora serán ámbitos; una especie de espacios sincréticos que, que en un totum revolutum aseguran precisamente el «éxito» escolar, que es lo que se trata de aparentar para que nadie se pueda quejar.

Una de las características de las leyes con vocación totalitaria es que suelen descender hasta los más ínfimos niveles de concreción de su ámbito regulativo, fijando hasta lo meramente anecdótico. Se produce entonces una heteróclita hibridación entre ley, decreto, reglamento, circular… Esto es así porque, tan faltos de sentido del humor como de ironía, para los totalitarios no hay anécdotas: todo es categoría. Se persigue por ello el control absoluto, una totalidad de la cual nada debe quedar fuera. Esta es la condición de la LOMLOE y del pensamiento único educativo que contiene. Les deseamos a ambos una vida muy breve, por el bien de nuestra sociedad.

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